El Escorial desde el Camino Real de Madrid (grabado al cobre)
Carlos González-Amézua (Concejal de Ayuntamiento de Colmenarejo y vocal de la Ejecutiva de AxC)
Artículo completo (resumen publicado en el Boletín Nº 7 de “A PIE DE CALLE” – Junio 2012)
Colmenarejo ha sido un pueblecito insignificante a lo largo de su historia. Aún hoy en día es fácil percibir que no estamos en el pueblo moderno del siglo XXI que deberíamos esperar por nuestra proximidad a la gran capital. Esta realidad, que nos exaspera cuando comparamos servicios, infraestructuras e incluso el funcionamiento de las instituciones con otros pueblos, se torna una bendita realidad cuando ponemos en el platillo de la balanza la naturaleza que nos rodea y el sosiego que transmite a nuestras vidas.
Así debió percibirlo el bueno de Garibay, un cierto o incierto personaje de finales del XVI, que eligió Colmenarejo para descansar en el azaroso viaje al Escorial, que entonces ocupaba dos días: “El 23 de agosto del sobredicho año 91 (1591) partí de Madrid por la tarde para Sanct Lorenço y dormí esta noche en el Colmenarejo, y el día siguiente fiesta de Sanct Bartolomé apóstol llegué de gran madrugada a Sanct Lorenço.
A San Lorenzo de El Escorial se podía ir desde Madrid por dos caminos, ambos muy antiguos. Y Garibay eligió el mejor sin duda, el que para Lorenzo Arias es un ramal de la romana Vía del Esparto. El otro pasa por Galapagar y se ha hecho más famoso porque fue una ruta muy utilizada por Felipe II una vez que construyera, en 1583, el Puente Nuevo sobre el Guadarrama, evitando así el penoso viaje vía Torrelodones y Collado Villalba (el Campillo). Pero nuestro personaje, como otros muchos -incluidos séquitos de la Corte-, ya prefería hace 420 años el “camino corto”, que pasaba por Colmenarejo. A su vera se crearon fondas, posadas y tabernas, bien en el propio pueblo o bien junto a los vados y puentes, como las que existieron junto al Aulencia, bajo el dique de Valmayor, de las que aún se conservan vestigios.
Y no era el único camino bien transitado que pasaba por Colmenarejo en aquellos años. El Itinerario Real de Postas de dentro y fuera del Reyno, del año 1761, pasaba por el mismísimo centro del pueblo. Comunicaba el Escorial con el camino que llevaba a Barcelona, dos puntos neurálgicos del reino. El primer tramo, del Monasterio hasta Colmenarejo, era de 2 leguas y el segundo, hasta Las Rozas, de tres más. Estos carteros del siglo XVIII se recorrían todo el solar patrio, y aún más, porque los dominios del Rey llegaban entonces a cuatro continentes. Conocían cada rincón y hubieran sido unos excelentes asesores turísticos, si el turismo como tal hubiera existido.
Quizá fue uno de estos carteros quien recomendó a unas gentes piadosas hacer sus ejercicios espirituales en el mismísimo Colmenarejo. Fue allá por el año 1710. El hermano Francisco de Villanueva, abanderado de la Compañía de Jesús en tierras de la archidiócesis de Toledo, llega a Alcalá de Henares. Allí, merced a sus buenos oficios como consejero espiritual, recibe la adhesión incondicional de Pedro Sevillano, un “virtuoso mancebo” al que imparte “exercicios espirituales”. Se les agregan otras personas para hacer estos ejercicios y con tal motivo se retiran todos juntos a la “Hermita de San Sebastián, distante media legua de Galapagar, junto a Colmenarejo”. “Particularmente Sevillano salió tan movido de tales exercicios que desde la hermita se vino a vivir en el mismo aposento con Villanueva”, dedicándose desde entonces a la Compañía de Jesús. Así nos lo cuenta Bartholomé Alcázar en su Crono-Historia de la Compañía de Jesús en la provincia de Toledo.
¿Dónde estaba la ermita de San Sebastián? Al menos yo no lo sé. Desde luego nada tiene que ver con la ubicación actual de la ermita, que se alza sobre el antiguo vertedero de Colmenarejo.
El bueno de Sevillano y sus piadosos amigos debieron suponer una revolución en un pueblo que entonces no llegaba a los 40 vecinos, a pesar de lo cual poseía cierta infraestructura hostelera gracias, como he dicho, a su estratégica ubicación; hasta el punto de venderse casas a través del Diario curioso, erudito, económico y comercial, de 1787, una mezcla entre el Segundamano y el Financial Times. En su página 340 reza así el anuncio: “Quien quiera comprar una casa en el Lugar de Colmenarejo, a un lado de Galapagar, tiene las conveniencias siguientes: tres piezas vivideras con sus paneras para guardar granos, corral con su correspondiente cuadra y también su bodega. Para tratar de ajuste se acudirá a la calle de Santa María del Arco, junto al cuartel de Reales Guardias Valonas, en casa de Don Basilio Morales, maestro, puerta-ventanero”. Nos sorprende la presencia de un destacamento de las Reales Guardias Valonas, cuerpo creado por Ordenanza de Flandes de 10 de abril de 1702. Este hecho pone de manifiesto la importancia de las gentes que solían pasar por este pueblo, camino del Escorial y viceversa. Las Guardias Valonas estarían aquí hasta 1823 –como mucho- cuando tras su regreso al poder absoluto, Fernando VII ordena la completa disolución del ejército.
Tanto trasiego de gentes había de traducirse en crecimiento. Y así, en 1829 la población ascendía ya a 277 habitantes. Pero el pueblo no daba para alimentar muchas bocas; algo de vino y cebada, garbanzo, ganado y caza, mucha caza, pero casi toda propiedad del Rey, que tenía un gran coto que abarcaba buena parte de la comarca; las tabernas y fondas daban alojamiento precario a los viajeros. Esto era todo.
En este contexto no es de extrañar que hasta el cura pasara estrecheces. Ya se había quejado al responsable de la archidiócesis, el cardenal Lorenzana, cuando éste le inquirió sobre sus ingresos: “Las gentes de este lugar no son muy piadosas y apenas dejan para el sustento”. El Real Monasterio de El Escorial, a través de su apoderado, D. Gaspar Andrés Ballesteros, llevaba años proporcionando una congrua (renta mínima de subsistencia) al cura de Colmenarejo. Así lo venía haciendo la institución desde 1643 -y hasta 1779- para el sustento de capellanes y sacristanes. Pero no solo los curas necesitaban ayuda (y no precisamente celestial). El Monasterio ayudaba regularmente con limosna de cereales o dinero en metálico a menesterosos y viudas, en ocasiones para pagar la dote que les permitiera contraer matrimonio y aliviar de esta manera su situación. Así, en 1792 dota a Valentina Muñoz, en 1794 a Celestina Hernández, en 1796 a María Gómez y en 1798 a María Castellano, pobres de Colmenarejo, que contraen matrimonio gracias a la generosidad del Real Monasterio.
¡Tiempos muy difíciles para este pueblo! Un par de tabernas, alguna carnicería (tablajería) y herrería. Los oficios más habituales eran el de labriego, pastor, un par de molineros y carreteros (los pocos afortunados que tenían una carreta con bueyes), que llevaban leña o piedra a Madrid. Y la cosa no cambió mucho hasta que llegó el siglo XX.
Autobús (modelo Hispano Suiza 1950) de la conocida empresa Julián de Castro radicada en Colmenarejo (en un rallie de autobuses clásicos)
Fue entonces cuando las nuevas corrientes de pensamiento pusieron sus ojos en la espléndida naturaleza de la Sierra Madrileña, y poco a poco gentes de la capital empezaron a pasar los fines de semana en el campo. En 1920 la población subió a 434 habitantes. Empezaron a aparecer oficios relacionados con la construcción y el servicio doméstico. En 1935 aparecieron los vehículos a motor, un Fiat y un Opel, este último propiedad de una aguerrida mujer: Virginia Trust Fernández.
La guerra hace que todo retroceda aún más si cabe. El resto es más o menos conocido. Como sucede en tantos y tantos casos a lo largo de la historia de las naciones y los pueblos, también en Colmenarejo la prosperidad ha llegado de la mano de gentes foráneas y también aquí no sin el recelo –cuando no declarada animadversión- de los nativos.
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Carta enviada al Registro Municipal por D.Alfonso Elvira Miramón. En el escrito del Registro consta que “a petición del interesado hacemos llegar copia del escrito presentado en el Ayuntamiento”.
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Carlos González-Amézua (Concejal de Ayuntamiento de Colmenarejo y vocal de la Ejecutiva de AxC)
Carta de respuesta a D. Alfonso Elvira Miramón
Como no tengo el gusto de conocerle, no le puedo devolver el tuteo de su escrito, máxime cuando no es un tuteo amigable, sino más bien todo lo contrario.
No voy a polemizar con usted sobre la frase que encabeza un pequeño escrito sobre anécdotas históricas de Colmenarejo, que AxC ha publicado en su último boletín y del que soy autor. Dice así la frase de la discordia:
“Colmenarejo ha sido un pueblecito insignificante a lo largo de su historia. Aún hoy en día es fácil percibir que no estamos en el pueblo moderno del siglo XXI que deberíamos esperar por nuestra proximidad a la gran capital. Esta realidad, que nos exaspera cuando comparamos servicios, infraestructuras e incluso el funcionamiento de las instituciones con otros pueblos, se torna una bendita realidad cuando ponemos en el platillo de la balanza la naturaleza que nos rodea y el sosiego que transmite a nuestras vidas”.
He utilizado el adjetivo “insignificante” como sinónimo de “pequeño” (está en el diccionario de la RAE). Es evidente que es así; no solo se deduce fácilmente del contexto de la frase sino que la acepción que me acusa de utilizar –“despreciable”- haría incomprensible el texto. Aclarado esto, acepto sus disculpas por llamarme “cretino” y “vago”.
Ahora bien, cabe la remota posibilidad de que usted haya pretendido otra cosa bien distinta con su carta, en cuyo caso da lo mismo que aclare este tema o que no lo aclare.
Llevo en este pueblo justamente esos 20 años que usted señala como tiempo mínimo para adquirir cierto pedigrí. Lo escogí para vivir entre varias opciones posibles, incluido Madrid. Decidí que este era el mejor lugar para formar una familia y educar a mi hijo, y así lo he hecho. Y decidí “meter las narices” en algunos asuntos porque cualquier persona bien nacida desea participar en la mejora del lugar en el que vive. Todo esto, Sr. Elvira, no se hace en un lugar que se considera “despreciable”. Tendría que ser muchísimo más cretino de lo que a usted le parezco si pensara así.
Hoy Colmenarejo no es insignificante, pero lo ha sido a lo largo de su historia; o “baladí”, como también acepta el diccionario: esto es irrefutable. En 1800 había 40 vecinos, y cuando D. Manuel Entero era joven, apenas llegaba a las 30 familias (en sus propias palabras). Si esto no es un pueblo pequeño, que venga dios y lo vea.
No se ofenda usted, que nadie ha venido a insultar a nuestro pueblo, y yo menos que nadie. Y no sea tan mal pensado. Fíjese: Don Manuel Entero- al que conocí y con el que hablé en varias ocasiones sobre historias del pueblo, y cuyo libro tengo y he leído con enorme interés varias veces- llama a las gente de Colmenarejo “pueblerinos”. Habría que ser extraordinariamente retorcido y conocerle muy poco para pensar que el bueno de D. Manuel usaba este adjetivo en su acepción insultante o peyorativa y no como “perteneciente o relativo a un pueblo pequeño o aldea”. Como usted no me conoce, no se lo tengo en cuenta, pero igual de disparatado que esta interpretación que acabo de exponerle es acusarme de insultar a nuestro pueblo.
Le agradezco las anécdotas que me cuenta en su carta; me interesan mucho las historias del pasado. Léase el artículo completo en nuestra web y verá cómo encuentra cosas curiosas o divertidas. Y si se anima, estaremos encantados en publicar en nuestro próximo boletín algunas de las interesantes y entrañables historias de solidaridad entre vecinos que nos ha relatado
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Me parece totalmente fuera de lugar acusar a alguien de irrespetuoso y cretino solo por decir que Colmenarejo ha sido un pueblo pequeño. Es indudable que la importancia de nuestro pueblo es relativa, y como casi todo, subjetiva. Me imagino que el autor de las acusaciones es de aquí y quizá esté sobrevalorando el tamaño o la importancia de Colmenarejo, pero creo que tratando de ser objetivos, Colmenarejo siempre ha sido un pueblo pequeño; lo que no entiendo como un insulto, sino como una constatación. De hecho, nosotros vinimos a vivir aquí hace 12 años, entre otras cosas, porque Colmenarejo sigue siendo un pueblo de unas dimensiones contenidas, lo cual valoramos muy positivamente.
A mi entender, el autor del artículo lo ha escrito desde el cariño que le tiene al pueblo y que trata de compartir y hacer entender a los demás vecinos a través del conocimiento de su historia y tradiciones. Aprecio su esfuerzo y le animo a que escriba muchos más artículos en esa línea.
El diccionario de la lengua española de la Real Academia Española define “insignificante” como:
(De in-2 y significante).
1. adj. Baladí, pequeño, despreciable.
Al parecer, la persona descontenta con el artículo ha tomado la tercera acepción de la palabra y la ha interpretado en su forma peyorativa. Y basándose en eso insulta al autor con palabras que no dejan ningún lugar a la duda.
Cualquier buen entendedor sabe que “insignificante” no tiene el sentido de “despreciable” usada de forma peyorativa, y que esta última palabra también se refiere a algo tan pequeño que casi no se puede percibir. Si decimos que el error de cálculo es “despreciable”, no estamos insultando al error de cálculo, estamos diciendo que es muy pequeño.
Volviendo a la palabra “insignificante”. Está claro que se refiere a algo muy pequeño o de poca importancia. Si digo que tengo una mancha “insignificante” en la camisa no estoy insultando a la mancha, sino que estoy hablando de su tamaño, visibilidad o importancia.
Otra cosa es que el uso de “insignificante” pueda ser ofensivo en ciertos contextos. Si decimos a alguien que es “insignificante” o simplemente que es pequeño, esta persona se puede ofender, por no coincidir con el concepto que tenga de sí mismo.
Es obvio que Colmenarejo siempre ha sido, juzgando de manera objetiva, un pueblo insignificante, aunque sea difícil de aceptar para algunos.